La sentencia emitida por la Audiencia Provincial de Navarra del caso de La Manada ha generado un movimiento social de rechazo ante lo que consideran una decisión injusta. Las calles de toda España se han llenado de manifestantes que protestan contra la decisión de los magistrados de que los cinco jóvenes sevillanos no violaron a la víctima, sino que abusaron sexualmente de ella de forma continuada. Pero es aquí donde debemos pararnos a pensar.
Los magistrados de la sala, tras un profundo análisis y estudio de caso, que exige una intensa formación jurídica, alcanzan la conclusión de que los hechos deben incardinarse como delito de abuso sexual continuado con prevalimiento, dictando así una sentencia que condena a los cinco acusados a nueve años de prisión.
Tras este pronunciamiento parece como si en pocas horas todos fuéramos expertos en derecho penal y pudiésemos poner en tela de juicio con carteles de “No es abuso, es violación” el minucioso trabajo de grandes magistrados con una cerrera judicial intachable por una discrepancia con la decisión que toman los magistrados de considerar lo sucedido como abusos sexuales y no como agresión (violación). Se están cuestionando nuestro Estado de Derecho y la independencia del Poder Judicial, y estamos olvidando que son los magistrados los únicos con potestad para llegar a esta conclusión.
Hemos llegado a un punto en el que parece que retrocedemos a siglos pasados, donde los veredictos eran públicos, en el que el eco de la sociedad decidía sobre la vida de los herejes. Los “veredictos sociales”, parecen tener más importancia ahora que los veredictos judiciales. Quinientas páginas de sentencia resumidas en “no es abuso, es violación”, pero ¿en base a qué? ¿Acaso dio tiempo a leerse quinientas páginas de sentencia y meditarlas antes de saltar a las calles exterminando a los magistrados?
Lo que está ocurriendo es preocupante, pues supone prescindir del Estado de Derecho y apelar a la opinión pública, a la masa, como medio para solucionar conflictos. Significa desterrar la razón e invocar a lo los estados más primarios del ser humano. Implica pasar de puntillas y desviarnos de la técnica jurídica, del estudio y la reflexión. Estamos olvidando que el Derecho no es una ciencia exacta, sino una maestría muy compleja, que sigue varias etapas desde la óptica de la Teoría General del Derecho, la Filosofía del Derecho, pasando a anclar en la disciplina del razonamiento jurídico. No existen reglas fijas para emitir una decisión. No existe una solución científica para resolver problemas de derecho. Es por ello que hay que comprender que los jueces no hacen necesariamente lo que pueda ser más acorde a sus convicciones personales y menos a la opinión de la masa, sino que se limitan a aplicar la ley después de interpretarla, creando los límites de lo justo.
El juez, al dictar una sentencia, no expresa sus convicciones, intereses o preferencias sino a lo que la aplicación técnica de la ley lleva, que no tiene por qué coincidir con lo que espera el ciudadano. Por esta razón, las sentencias están motivadas por argumentos jurídicos, no ideológicos, y así debería ser. Los jueces deben actuar con plena sumisión a la ley y no buscando dar satisfacción a quien más alto clame por la materialización de su ideal de justicia, pese a quien le pese.