Lecciones para el futuro de las concesiones administrativas

La renuncia del concesionario a la explotación del almacenamiento subterráneo de gas natural Castor, anunciada recientemente,  pone sobre la mesa varias cuestiones de calado relativas a las normas legales sobre concesiones, la responsabilidad del Estado al crear concesiones sin valorar suficientemente los riesgos técnicos (y económicos) asociados a las mismas, los procesos de negociación entre el Estado y las empresas candidatas a la concesión y, en definitiva, la sensatez de un modelo en el que, al parecer, el Estado (es decir, todos los ciudadanos) acaba pagando siempre los platos rotos.

La desafortunada historia del almacenamiento de Gas castor es suficientemente conocida, por lo que no vamos a repetirla. Sí es bueno recordar que la idea de partida no era mala, y que incluso se la podría considerar premonitoria, a la vista de los posteriores acontecimientos internacionales (gran dependencia europea del suministro de gas ruso, en las actuales condiciones sociopolíticas de las relaciones con Rusia), ya que habría ayudado a España a convertirse en un hub de almacenamiento de gas, y ofrecer una alternativa de suministro desde el sur de Europa, dando así un uso a la capacidad de regasificación excedentaria de la que actualmente dispone España.

Una primera reflexión es que se hace preciso dotar de mayor supervisión y transparencia, y de mecanismos de responsabilidad política explícita, a la creación de concesiones en las que se den circunstancias especiales, tales como activos que requieren tecnologías sin antecedentes comerciales previos en España, o no testadas suficientemente, o como las relacionadas con infraestructuras que han de insertarse en redes de transporte con alto nivel de saturación. Tal sería el caso de las concesiones de las autopistas radiales de peaje en MAdrid: quién aprobó sus proyecciones de tráfico, y la creación de autopistas que en muchos casos duplicaban autovías existentes, en lugar de solucionar el problema de los accesos de Madrid (es decir, los atascos de los últimos kilómetros antes entrar en Madrid y en las salidas de Madrid).

En segundo lugar, también hay que dotar de mayor transparencia todas las fases de los procesos de negociación entre el Estado y las empresas candidatas a la concesión. En esta línea, es acertado que la Ley de Transparencia (Ley 19/2013, de 9 de diciembre) imponga a las Administraciones Públicas que se hagan públicos todos los contratos, con indicación del objeto, duración, importe de licitación y de adjudicación, el procedimiento utilizado para su celebración, los instrumentos a través de los que, en su caso, se ha publicitado, el número de licitadores participantes en el procedimiento y la identidad del adjudicatario, así como las modificaciones del contrato. Igualmente serán objeto de publicación las decisiones de desistimiento y renuncia de los contratos. Corresponde ahora a la sociedad ser exigente con la observancia de este deber y, en su caso, con la exigencia de las correspondientes responsabilidades.

Y  en tercer lugar: es necesario actualizar las obsoletas normas sobre concesiones, basadas en un modelo en el que la figura del concesionario se asimila a la de un bonista, y es el Estado (es decir, todos los ciudadanos) el que asume el riesgo y ventura del negocio, y por lo tanto el que acaba pagando siempre los platos rotos, quizás por la indisimulada tendencia de muchos tribunales a considerar a la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas como un saco sin fondo y al Estado como una especie de asegurador universal solidario de cuantos daños se generan en la periferia de lo público.

Hubo un tiempo pasado en el que podía haber riesgo de escasez de ofertas, y la normativa sobre concesiones tenía que dar muchas facilidades, y tener como uno de sus principios centrales el del denominado “equilibrio económico de la concesión”.

Hoy vivimos en un momento muy distinto, e incluso sin contar con que la escasez de concursos públicos originada por la crisis económica global prácticamente garantiza la afluencia de ofertas, las empresas de infraestructuras (no sólo las españolas) se han globalizado, por lo que es muy difícil que, si se modifica la ley para matizar o incluso eliminar el principio del equilibrio económico de las concesiones, se dé el caso de que un concurso se tenga que declarar desierto por falta de ofertas. Siempre habrá multinacionales, incluso chinas o indias, que harán ofertas competitivas. Y si ni siquiera este tipo de empresas presenta ofertas en un concurso, habrá que pensar que el Estado o la autoridad convocante se ha equivocado en los cálculos económicos del concurso.

Habrá por tanto que revisar también para el futuro reglas que a la postre han resultado extraordinariamente generosas para los concesionarios y, por efecto reflejo, perjudiciales para los intereses generales.

 

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